XXIII Domingo
Ordinario
Ez 33:7-9 | Rom 13:8-10 | Mt 18:15-20
– Fray Carlos Salas, OP – 9/10/23
La disposición de Dios hacia nosotros es constante, no cambia nunca. Lo que
cambia es nuestra actitud hacia Él y cómo afrentamos nuestras propias fallas.
Además, es claro que el camino hacia el cielo no es solitario, por diseño. Y así
es como la Iglesia nos guía hacia Dios, siempre en comunidad. La comunidad de
Dios corrige las fallas. De esto formamos parte: ofrecer corrección de pecados
observados y aceptar correcciones. Todo en humildad.
Por esto, si es duro escuchar el Evangelio de hoy, entonces estamos escuchando
el mensaje correcto. Nos damos cuenta de que podemos estar en la situación de
ser corregidos. O, tal vez, ya hemos recibido corrección antes. Aunque haya
ocasiones en las que la corrección no tenga fundamento, escuchar al prójimo nos
ayuda a combatir la soberbia.
Mas el recibir corrección de la comunidad no es la totalidad del mensaje de este
Evangelio. Más profundo aún es nuestra labor de instruir al que no sabe; esta es
una obra de misericordia espiritual. El riesgo de la soberbia es aún mayor
cuando es nuestro turno instruir o corregir. Es mucho más simple acercarse a la
situación de compartir información con orgullo. Sin embargo, lo que se comparta
en corrección no debe ser solamente información y conocimiento, sino debe ser
compartir sabiduría sabiamente. Es decir, compartir la revelación de Dios.
Es saber responder estas preguntas: ¿Cómo le digo a un empleador que la paga a
sus empleados no es justa? ¿Cómo hablo con mi amigo/a que sostiene relaciones
sexuales fuera del matrimonio? ¿Cómo me acerco al director ejecutivo de la
empresa responsable de tantos desperdicios y contaminación en mi ciudad? Cada
una de estas situaciones, entre muchas otras, requieren corrección de una manera
que reflejen no un interés propio, sino el bien común y el de aquella persona.
Los medios de hoy lo hacen muy simple hacer público cualquier error cometido.
Jesucristo nos demuestra la sabiduría de corregir en el amor y con el interés en
el bien del prójimo. El primer paso es acercarse individualmente. Solo si no se
corrige el pecado hay que traer a uno o dos testigos. Solo después de haber
intentado dos veces corregir el pecado es cuando la comunidad interviene. Pero
esta no es la costumbre que vemos hoy. Ahora cualquier error—por minuto o
privado que sea—se publica en los medios en masa instantáneamente, y luego se
exige una disculpa pública. Aunque estas sean necesarias en ciertas ocasiones,
el procedimiento raramente demuestra el interés del prójimo y del bien común en
un espíritu de caridad. Todo lo contrario, se espera la burla y denigrar a la
otra persona a todo costo, aunque sea disfrazado bajo la búsqueda del bien
común.
Es por esto por lo que es peligroso corregir un pecado; es fácil caer en la
tentación de condescender en la otra persona y caer uno mismo en el pecado de
soberbia. Sin embargo, este riesgo no debe inhibirnos. Al contrario, permanecer
callados también tiene sus consecuencias. Escuchemos al profeta Ezequiel: Si
yo pronuncio sentencia de muerte contra un hombre, porque es malvado, y tú no lo
amonestas para que se aparte del mal camino, el malvado morirá por su culpa,
pero yo te pediré a ti cuentas de su vida.
No es por nada que en el Acto Penitencial al principio de la misa decimos: “Yo
confieso… que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.”
El pecado va más allá de lo que decimos o hacemos, también incluye es posible
pecar con nuestros pensamientos o con lo que omitimos hacer. Si evitamos la
corrección del pecado del prójimo sabiendo sus consecuencias, participamos en su
pecado, también.
Los dichos populares—aunque en ocasiones sean exagerados o parcialmente
incorrectos—nos dicen parte de la verdad. Uno de ellos es apropiado para esta
situación: “Tanto peca el que mata a la vaca como el que le detiene la pata.” Es
decir, dejar que mi hermano o hermana permanezca en el pecado es participar en
el pecado mismo.
Aunque tampoco es nuestro trabajo ser la “policía” del pecado y castigar a los
que no corrigen sus actitudes maléficas. Nos toca observar, evaluar, y ofrecer
una corrección. El otro lado de la profecía Ezequiel dice: En cambio, si tú
lo amonestas para que deje su mal camino y él no lo deja, morirá por su culpa,
pero tú habrás salvado tu vida.
El castigo no lo pone el observador ni Dios sino el pecador mismo. Dios es
constante con nosotros. La actitud de Dios permanece la misma hacia nosotros. Es
nuestra actitud la que debe cambiar para acercarnos más a Él. Si permanecemos en
pecado, o dejamos al prójimo en su pecado sin ofrecer corrección, nos alejamos
del Dios del amor. Pero al corregir nuestros caminos y advertir a los demás del
pecado que cometen, sentimos la bienvenida del Dios del amor. Dios no cambia.
Nosotros sí. Hagamos lo posible para cambiar nuestros caminos para que se
alineen a Cristo. Y ofrezcamos corrección cuando el prójimo se encuentre en el
mal sendero del pecado. Dios no cambia, nosotros sí.
Br. Carlos Salas,
OP
Student Friar, Deacon
St.
Dominic Priory
| St. Louis, MO.
Province
of St. Martin de Porres
(Southern USA)